KLUGER HANS, EL CABALLO QUE SABÍA ARITMÉTICA, LEER Y DECIR LA HORA

Günther von Kluge fue un militar alemán y mariscal de campo nada menos, descendiente de una familia prusiana de tradición guerrera y que ya en la guerra anterior, en Verdún, había formado parte del Estado Mayor del Ejército Imperial. Por su astucia en combate lo llamaban Kluger Hans, que significa el «Listo Hans». Ahora bien, ¿por qué Hans si no era ése su nombre? La respuesta es tan asombrosa como estrambótica: debido a un famoso caballo que sabía contar.

De la redacción de EL NORTE
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El equino en cuestión dio origen a toda una formulación teórica en el mundo de la experimentación científica denominada Efecto Kluger Hans, enunciado por el psicólogo y filósofo germano Carl Stumpf y que dice que el sujeto de un experimento puede resultar influido en sus respuestas por parte del investigador que lo realiza de manera involuntaria; incluso cuando se trata de un ensayo con animales. Y aquí es donde entra en liza Kluger Hans, pero no el mariscal de la Wehrmacht, sino el mencionado caballo.
Nos situamos en la Alemania de la primera década del siglo XX, cuando el darwinismo había puesto sobre el tapete la cuestión de la inteligencia animal, atrayendo el interés del público. En ese contexto, un profesor de Matemáticas llamado Winhelm von Osten, entusiasta de la frenología (teoría científica hoy completamente descartada, que creía posible determinar el carácter y la personalidad a partir de los rasgos faciales y las medidas del cráneo) y entrenador de caballos, tenía un jaco Orlov Trotter (una raza de origen ruso) al que decidió intentar enseñar operaciones aritméticas, además de leer y algunos rudimentos de música. Para ello aplicó un método africano que había visto en un libro y equipado con un ábaco, una pizarra y una armónica, se puso manos a la obra.

El alumno

El insólito alumno era Hans, que todavía no se había ganado el complemento nominal de Kluger (‘listo’, en alemán). Terminó haciéndolo y, además, con sobresaliente, porque el animal aprendió a sumar, restar, multiplicar, dividir, hacer fracciones, decir la hora, calcular el calendario, deletrear, distinguir tonos musicales e incluso –y esto ya es de matrícula de honor– entender el idioma alemán. Por supuesto, Hans no podía hablar, pero contestaba a las preguntas de su amo, tanto orales como escritas, golpeando el suelo con sus cascos.
Cualquiera podría ver un filón en él, pero, si bien Von Osten hizo exhibiciones por el país, nunca cobró por ello. Pese a todo, la fama de aquella inaudita pareja trascendió las fronteras teutonas y llegó a otros continentes como América, donde el mismísimo The New York Times les dedicó un artículo en 1904 y el caballo ya pasó a ser conocido como Clever (‘inteligente’ en inglés) Hans.

La ciencia

La cosa alcanzó importancia suficiente como para que la ciencia se interesara por ella y se dijo que Hans había desarrollado una inteligencia similar a la de un niño. Existía en ese ámbito la sensación de que todo era un fraude, aunque por otro lado carecía de sentido porque Wilhelm von Osten no le estaba sacando ningún beneficio económico. Así que la Junta de Educación alemana designó una comisión que debía investigar el asunto y esclarecerlo. Fue bautizada como Comisión Hans y estaba formada por trece ilustres personalidades, la mayoría profesores de escuela, aunque también figuraban un zoólogo (el director del Zoo de Berlín), un veterinario, un oficial de caballería e incluso el mánager de un circo.
Los dirigía el citado Carl Stumpf, un hombre de gran prestigio que había fundado la Escuela de Berlín (de la que salió toda una generación de psicólogos de la corriente Gestalt, dedicada a la percepción), y era pionero de la psicología experimental. Por aquel entonces tenía como asistente en su laboratorio a Oskar Pfungst, psicólogo y biólogo evolutivo que a la postre sería quien desvelase el misterio equino. La comisión examinó detenidamente al caballo y en septiembre de 1904 llegó a la sorprendente conclusión de que no había truco detectable, pero cedió los trastos a Pfungst para que continuara haciendo pruebas en una segunda fase de la investigación.
Tras un buen número de ensayos, el resultado fue que Hans era capaz de responder con acierto igualmente en un ochenta y nueve por ciento de las veces, aunque con un significativo detalle: ese porcentaje se daba siempre que el examinador conocía las respuestas; si no, se desplomaba a solo un seis por ciento. El problema estaba en que eso no significaba fraude alguno porque los examinadores eran técnicos del laboratorio o incluso el propio Pfungst.
La solución no llegó tanto de observar exhaustivamente a Hans como de hacerlo con el examinador. Resultó que cuando el caballo levantaba la pata para contestar había un pequeño, a veces casi imperceptible, cambio en el gesto o la postura del examinador, que únicamente se relajaba cuando Hans se iba aproximando con sus golpes a la respuesta correcta. Y esto no le pasaba inadvertido al perspicaz animal, que así deducía en qué momento debía dejar de golpear. Es decir, Hans no contaba, sino que marcaba los números observando las señales corporales de su compañero humano, quien le estaba facilitando pistas –induciendo– de manera involuntaria. Se comprobó al repetir las pruebas con los ojos tapados y no acertar una. Era listo pero de otra forma.
Pfungst no publicó los resultados de su investigación hasta 1907 (Das pferd des hern Von Osten) y tampoco obtuvieron difusión académica importante hasta cuatro años después, en que se tradujeron al inglés. Pero, obviamente, se los había comunicado a su jefe, Carl Stumpf, que luego los amplió y formuló bajo el nombre de Efecto Clever (Kluger) Hans. Sería la base de la psicología comparativa y llevó a que, más adelante, los experimentos de cognición animal se realizaran en situación de doble ciego, es decir, con los individuos repartidos entre dos grupos, uno de los cuales se somete al experimento real y otro a placebo, y además, los participantes desconocen cuál es cuál.