LA DESAPARICIÓN DE LA EXPEDICIÓN LEICHARDT QUE DEJÓ ANAGRAMAS INDESCIFRABLES EN LOS ÁRBOLES

En 1852, una expedición partió  al interior de Australia para averiguar qué había sido de otra expedición anterior desaparecida cuatro años antes sin dejar rastro. Todo cuanto hallaron fue lo que quedaba de un campamento junto a un árbol en cuyo tronco se había grabado a cuchillo una L, presunta inicial del apellido, sobre las letras XVA, anagrama que nadie supo interpretar.

De la Redacción de El Norte
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En 1852, el hacendado australiano Hovenden Hely, que con el tiempo entraría en política y llegaría a diputado por Nueva Gales del Sur, recibió el encargo de capitanear una expedición al interior de Australia.

El objetivo era averiguar qué había sido de otra expedición anterior desaparecida cuatro años antes sin dejar rastro: la que dirigía el popular explorador prusiano Ludwig Leichhardt, de la que no se había vuelto a saber. Heley fue elegido porque entre 1846 y 1847 estuvo a sus órdenes en un viaje anterior aunque, paradójicamente, había sido despedido acusado de indolencia y deslealtad.

Esta vez dependía de él desvelar el destino de su antiguo jefe, pero todo cuanto halló fue lo que quedaba de un campamento junto a un árbol en cuyo tronco se había grabado a cuchillo una L, presunta inicial del apellido, sobre las letras XVA, anagrama que nadie supo interpretar.

Expedicionario

Friedrich Wilhelm Ludwig Leichhardt era originario de Trebatsch, un pueblo de Brandeburgo, y desembarcó en Sidney a mediados de febrero de 1842 con una idea en la cabeza: explorar el interior de aquella gigantesca isla cubriendo las lagunas documentales que existían sobre todo lo relativo a su naturaleza, desde la geografía a la geología, pasando por la flora, la fauna y la etnología.

En la primavera de 1848 se puso en marcha al frente de una expedición. Lo acompañaban cuatro europeos (Adolph Classen, Arturo Hentig, Donald Stuart y Thomas Hands) y dos guías aborígenes (Wommai y Billy Bombat), llevando una larga caravana de siete caballos, una veintena de mulas y medio centenar de bueyes, todo ello apoyado económicamente por un comerciante de Sidney.

No volvió a haber noticias del grupo, habiéndosele visto por última vez el 3 de abril de 1848 en Darling Downs.

Se calculaba que el recorrido les llevaría dos o tres años, pero cuando pasó el tiempo y siguió sin saberse nada quedó claro que algo no iba bien. Una década después se organizó otra al mando de otro famoso explorador, Augustus Charles Gregory, que había recorrido rutas parecidas a las de Leichhardt: con diez hombres fue siguiendo el río Barcoo y encontró otros árboles con la letra L marcada, pero nada más porque una fuerte sequía lo obligó a retornar.

Búsqueda

También hallaría más troncos con señales el escocés Duncan McIntyre, que en su viaje de cinco meses en 1864 añadió un extra: dos viejos caballos que podrían ser de aquella expedición perdida. La aportación de McIntyre llevó a constituir un peculiar comité popular de búsqueda integrado por las damas de Sidney que le financió una nueva expedición al año siguiente; esta acabó en un desastre, con la mayor parte de los caballos muertos en el desierto -lo que obligó a usar camellos- y el propio McIntyre fallecido de fiebre junto a su ayudante sin que se obtuviera ningún resultado en la misión.

El relevo lo tomaría John Forrest (que tiempo después sería ministro) en 1869; debía comprobar qué había de cierto en una historia que contaban los nativos sobre la muerte que habían dado a unos hombres blancos años atrás y averiguar si podían haber sido Leichhardt y sus compañeros, pero después de rastrear tres mil seiscientos kilómetros en más de un centenar de días, volvió con las manos vacías y sin nada concluyente, pues unas osamentas equinas que encontró en el desierto parece que eran de otra expedición de 1854.

Así, desconociendo el destino de Leichhardt, se llegó a finales del siglo XIX. En esos últimos años, John McDouall Stuart vio pisadas de herradura y una cabaña levantada seguramente por hombres blancos, y el explorador y buscador de oro David Carnegie, durante una travesía en 1896, observó que algunos aborígenes tenían objetos (partes metálicas de una silla de montar, clavos, una caja de hojalata) que él aventuró como pertenecientes a la expedición desaparecida, aunque nunca se probó.

Sí se hizo, en cambio, con una placa hallada en 1900 con el nombre de Ludwig Leichhardt y que se cree correspondía a la culata de una de sus escopetas, quedando demostrada su autenticidad hace poco, en 2006. En las últimas décadas ha habido nuevos indicios pero que siguen sin aportar una solución: unas pinturas rupestres aborígenes que representan a hombres blancos con animales (1975), la vieja y controvertida carta descubierta en una biblioteca en la que un hacendado del interior cuenta que la expedición fue exterminada por los indígenas…

En cualquier caso, el final de Leichhardt y los suyos, que la mayoría se inclinan por pensar que fue de sed tras perderse en el desierto, sigue siendo un misterio hoy por hoy.